- En España, el despliegue de los proyectos de renovables debe ir en consonancia con una descarbonización de la capacidad instalada existente.
Víctor Resco de Dios, Universitat de Lleida
Aún no hemos superado Semana Santa y los incendios forestales vuelven a copar los titulares informativos en España. Se trata de una situación anómala, que no inédita, y podemos esperar que se normalice en un futuro cercano.
El verano de 2022 fue extremo. Se concatenaron una serie de olas de calor que contribuyeron a triplicar la superficie quemada con respecto de la media a largo plazo. Los modelos climáticos nos indican que la anomalía térmica del año pasado será la norma en el 2035. Y que en el 2050, la anomalía del 2022 será una anomalía por abajo: un año particularmente benigno.
A medida que aumenta el rigor climático y avanza el imparable calentamiento global podemos sucumbir a la tentación de atribuir el problema de los incendios forestales únicamente al cambio climático. Eso sería un error. Los incendios son una reacción química consistente en consumir (oxidar) vegetación. Por tanto, gestionando la vegetación podemos alterar el comportamiento de los grandes incendios forestales.
Pero ¿hemos aprendido algo del año pasado? ¿Se ha aplicado la gestión forestal que prescribimos entonces?
La experiencia nos ha demostrado que en España los cambios en la gestión de los incendios forestales se producen tras años catastróficos. Tras el verano de 1998, donde se quemaron casi 30 000 hectáreas en un único incendio en la Cataluña central, los bomberos de la Generalitat crearon el Grupo de Refuerzo de Actuaciones Forestales (GRAF). Tras la desgracia de Guadalajara de 2005, con 11 fallecidos, se creó la Unidad Militar de Emergencias en 2006.
En relación a las medidas tomadas tras la campaña pasada, el 2 de agosto de 2022 se publicó en el BOE una modificación de la Ley de Montes. Esta acción no se ha visto acompañada de ninguna otra medida una vez extinguida la llama mediática de los incendios del verano pasado. Parece por tanto que esta modificación legislativa fue una operación de maquillaje para apagar la soflama mediática.
En nuestros trabajos hemos demostrado que en Europa mueren más personas por incendios forestales que por terrorismo. Los incendios forestales constituyen, por tanto, un problema de protección civil de primer orden.
Los estudios científicos nos indican que debemos gestionar de forma preventiva una extensión equivalente a tres veces el área quemada en los incendios para que las actuaciones de prevención sean útiles. Según Marc Castellnou, inspector de los GRAF, apagar incendios cuesta 19 000 euros por hectárea.
Sin embargo, las actuaciones preventivas cuestan en torno a los 2 000 euros por hectárea. La extinción representa un gasto a fondo perdido. La prevención, sin embargo, permite cierto retorno de la inversión. Esto es así porque los combustibles eliminados se pueden usar como fuente de energía (bioenergía), de construcción (madera) y tener otros usos.
Sería un error enfocar el problema de los incendios desde el punto de vista de la rentabilidad, porque entre otras razones representan una amenaza a la protección civil. Pero incluso desde esa aproximación resulta difícil justificar la respuesta al problema de los incendios en base a la extinción, en lugar de la prevención.
Los parlamentos español y europeo declararon la emergencia climática en 2019. El cambio climático cataliza el problema de los incendios y lo agrava. Resulta urgente abordar el problema de fondo.
Si este verano se vuelven a repetir las condiciones meteorológicas del pasado, y si la sequía que sufren zonas como Valencia o Cataluña se agrava, es muy probable que este verano sea tan malo como el anterior, o incluso peor.
Estamos generando una deuda del área quemada: las grandes acumulaciones de combustible en las zonas que ahora arden en Castellón y Teruel son comunes en gran parte de nuestros paisajes. Y esta ausencia de gestión genera una deuda que la naturaleza se cobra en forma de megaincendio, eliminando el exceso de combustible. Una deuda que los incendios se van cobrando año tras año, y que va en aumento mientras limitamos nuestras medidas a declaraciones en el BOE. Una deuda que podemos saldar mediante la extracción ordenada del combustible.
Lamentablemente, ahora ya no podemos evitar los megaincendios de este verano, pero sí podemos empezar a trabajar para que el problema en 2024 sea menos grave.
Las zonas donde debemos actuar con mayor urgencia son las que más se queman. Esto incluye a los matorrales, las plantaciones abandonadas y las áreas protegidas.
Casi la mitad de la superficie quemada el año pasado ocurrió precisamente en áreas protegidas, mientras estas solo ocupan el 40 % de la superficie. Esto implica una afección particularmente importante en estas zonas, en contra de lo que popularmente se cree.
En el imaginario colectivo se ha instalado la idea de que cortar árboles es un ecocidio, un arboricidio y un delito ecológico. La realidad es que sufrimos una epidemia de árboles: tenemos demasiada vegetación y eso agrava el problema de los incendios forestales.
La paradoja de la protección implica que cuanto más “protejamos” los paisajes, esto es, cuanto más los excluyamos de las actividades humanas, más aumenta la probabilidad de sufrir un megaincendio.
La dasonomía, o ciencia forestal, es una disciplina con dos siglos de historia. Nos enseña cómo generar paisajes seguros, resistentes al cambio climático y a los incendios, que almacenan carbono, protegen de la erosión y albergan biodiversidad. Y todo ello mientras obtenemos muchos de los recursos verdes que necesitamos en un contexto de emergencia climática y de transición ecológica.
A fin de cuentas, la ciencia sirve para eso: solucionar problemas.
Víctor Resco de Dios, Profesor de ingeniería forestal y cambio global, Universitat de Lleida
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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