Contaminación lumínica, una amenaza para la observaciones astronómica pero también para los ecosistemas y nuestra salud
- El 80% de los habitantes del planeta vive bajo cielos contaminados. Italia y Francia cuentan con las leyes de protección del cielo oscuro más avanzadas del mundo.
Primero fue el fuego. Después de las fogatas y las antorchas, las lámparas de aceite sirvieron para dar claridad a la noche desde el Imperio Romano hasta el Renacimiento. A finales del siglo XVIII se comenzó a utilizar el gas y, unos cien años después, el alumbrado eléctrico ya se había extendido por Europa y el continente americano. El miedo innato del ser humano a la oscuridad lo empujó a buscar fuentes de iluminación para protegerse de sus depredadores, y esta estrategia se ha mantenido desde los primeros asentamientos hasta las grandes urbes. La luz artificial ha supuesto un salto exponencial en el desarrollo y bienestar de la sociedad, pero su uso abusivo ha convertido un elemento de progreso en una amenaza.
Alicia Pelegrina, quien participó en la puesta en marcha de la Oficina de Calidad del Cielo del Instituto de Astrofísica de Andalucía (IAA) del CSIC, explica en La contaminación lumínica, el último libro de la colección ¿Qué sabemos de? (CSIC-Catarata), las causas de este fenómeno y alerta sobre sus efectos. “Asociamos luz con riqueza, alegría y seguridad, pero la utilización inadecuada de la iluminación artificial se ha convertido en un grave problema ambiental. Es un tipo de contaminación que no duele, no se oye, ni se huele. No la percibimos como un problema, pero el exceso de luz es responsable de la mortalidad masiva de algunas aves, desequilibra los ecosistemas, supone un elemento clave en la desaparición de los insectos y provoca alteraciones en nuestro organismo”, declara la autora.
El Nuevo atlas mundial del brillo del cielo ya advertía en 2016 que el 80% de los habitantes del planeta vive bajo cielos contaminados y que un tercio de la población mundial no puede ver la Vía Láctea. Si nos fijamos en Europa o en Estados Unidos, los números se disparan: el 99% de la población no puede disfrutar del paisaje de un cielo estrellado.
Pero, ¿qué es y cómo se origina la contaminación lumínica? En España, la asociación Cel Fosc la define como una alteración de la oscuridad natural del medio nocturno producida por fuentes artificiales de luz. Hay dos características que convierten la luz artificial en un peligrosísimo agente contaminante: su capacidad para propagarse en todas direcciones y la velocidad con la que lo hace, 300.000 km/s cuando se desplaza por el vacío. “Las partículas presentes en la atmósfera interaccionan con la luz y esta se dispersa en todas las direcciones. Es como si las partículas actuaran como una especie de fuente secundaria de luz”, apunta la experta del CSIC.
La comunidad científica dedicada a la astronomía viene advirtiendo de esta problemática desde hace tiempo. Pero además de ese brillo artificial del cielo nocturno que dificulta la investigación del cosmos, existen otras formas en las que se manifiesta la contaminación lumínica, como la intrusión, producida cuando el flujo luminoso sobrepasa el espacio que se quiere iluminar e inunda otras áreas. Esto sucede cuando la luz de las farolas de la calle entra en tu dormitorio, o en las zonas costeras, donde las grandes superficies de agua son alcanzadas por la luz artificial. Otra de las caras de este tipo de contaminación es el deslumbramiento, que ocurre cuando la luz artificial apunta directamente a nuestros ojos o hay un exceso de luz en una determinada zona.
El tipo de luz artificial del alumbrado de exteriores y su orientación son algunos de los factores explicados en el texto para calibrar los efectos nocivos de combatir la oscuridad. Las farolas de nuestras ciudades están formadas por lámparas, la fuente emisora de luz, y por luminarias, la estructura que contiene y soporta la lámpara. El diseño correcto de ambas partes es esencial para una iluminación adecuada. Según Pelegrina, “las lámparas menos contaminantes son las que emiten luz del espectro visible al ojo humano con mayores longitudes de onda, es decir las lámparas que emiten una luz anaranjada, que es la que menos se dispersa en la atmósfera, y las luminarias más respetuosas son aquellas que no emiten luz en el hemisferio superior. Así minimizan su impacto en el aumento del brillo del cielo nocturno”.
Luz artificial: se rompen las reglas del juego
Los ciclos de luz y oscuridad son esenciales para los seres vivos. La autora compara la luz natural con “un árbitro que garantiza la buena marcha del partido, porque controla mecanismos y funciones biológicas como la reproducción, la búsqueda de alimento, la migración o la floración. La luz artificial rompe esos patrones cíclicos y, debido a su capacidad de viajar largas distancias, afecta a áreas naturales alejadas de los grandes núcleos urbanos donde hay grandes concentraciones de puntos de luz”. De hecho, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza afirma que la contaminación lumínica afecta a dos tercios de las áreas clave de biodiversidad de la Tierra.
El 30% de los seres vivos vertebrados y el 60% de los invertebrados son nocturnos. A partir de este dato, podemos deducir los desajustes provocados por una luz que aparece en lugares y momentos no esperados. Los insectos constituyen el grupo de seres vivos más abundante en nuestro planeta y uno de los más vulnerables a la contaminación lumínica. Los que son nocturnos identifican la luz como una señal de seguridad y de orientación. Eso explica que queden ‘cautivos’ volando alrededor, por ejemplo, de una farola, lo que provoca su muerte quemados por la bombilla caliente, por agotamiento debido al vuelo continuo, o depredados. Las luces artificiales se convierten así en un muro de contención para los movimientos migratorios de insectos y el desplazamiento de organismos que se alimentan de ellos.
Las aves también se desorientan y cambian sus patrones de reproducción. Las crías de aves marinas sufren las consecuencias de la iluminación constante cuando viajan del nido al mar. En las Islas Canarias mueren cada año miles de pollos al caer al suelo en calles y carreteras deslumbrados en sus primeros vuelos. Por su parte, las tortugas no salen a poner sus huevos en las playas. Y las que lo logran no tienen garantizada su descendencia, pues sus crías confunden las luces de farolas con el resplandor de la luna y no consiguen llegar a la orilla. Mar adentro la situación no mejora. El primer atlas mundial de contaminación lumínica submarina publicado en 2021 por la Universidad de Plymouth indica que, a un metro de profundidad, casi dos millones de kilómetros cuadrados de océanos costeros están expuestos a una luz artificial en la noche.
El ritmo no para y nuestra salud se resiente
Casi todo el mundo ha oído hablar del reloj biológico que rige nuestro organismo y da órdenes para activar una serie de funciones según sea de día o de noche. Estas fluctuaciones que se repiten día tras día cada 24 horas se conocen como ciclos circadianos, y los estamos cambiando. En palabras de la especialista del IAA-CSIC, “nuestras ciudades se han convertido es un sistema ‘24/7 non stop’ que implica una alteración del ciclo natural luz-oscuridad debido al abuso de luz artificial durante la noche. De esta forma, nuestro reloj se vuelve loco y comienza a enviar por la noche señales que debería enviar durante la mañana. Este caos es lo que se conoce como cronodisrupción. Muchos estudios asocian este fenómeno con la aparición de enfermedades cardiovasculares, insomnio, falta de concentración, problemas de fertilidad, alteraciones alimenticias e incluso algunos tipos de cáncer”.
En nuestro país, el Instituto de Salud Global de Barcelona hizo un estudio en 2018 con más de 40.000 personas de entre 20 y 85 años de 11 comunidades autónomas. Los resultados fueron claros: existe una asociación entre niveles elevados de exposición a luz azul durante la noche (la que emiten la mayoría de luces LED blancas y las pantallas de tabletas y teléfonos móviles) y el mayor riesgo de padecer cáncer de mama y de próstata.
Hacia una iluminación sostenible
Para dar solución a esta problemática no hay que pulsar el interruptor y volver a las hogueras. La doctora en Ciencias Ambientales propone algunas medidas que ya se pueden aplicar. “Es cuestión de iluminar mejor, de una forma más sostenible, evitando la emisión de la luz de forma directa al cielo, utilizando solo la cantidad de luz que sea necesaria dirigida a lo que necesitamos ver, en los rangos espectrales en los que nuestros ojos pueden percibirla y en un horario adecuado”, afirma.
La legislación es una herramienta básica para lograr estos objetivos. Italia y Francia cuentan con las leyes de protección del cielo oscuro más avanzadas del mundo, pero en nuestro país aún no tenemos una ley estatal de contaminación lumínica; solo hay alguna medida en comunidades autónomas como Canarias y Cataluña. El Real Decreto del Gobierno que establece el apagado del alumbrado de escaparates y edificios públicos repercutirá en los niveles de contaminación lumínica, pero “nos enfrentamos a una problemática ambiental con suficiente peso como para trazar una estrategia de aproximación propia. Todo suma, pero no nos podemos quedar aquí”, aclara Pelegrina.
En todo caso, la contaminación lumínica es una cuestión ambiental con un marcado componente social. “Por eso es tan importante tomar conciencia de la situación y acercar este conocimiento a la ciudadanía. Tenemos la obligación moral de preservar el cielo estrellado, por nosotros y por los que vendrán”, concluye.
La contaminación lumínica es el número 136 de la colección de divulgación ‘¿Qué sabemos de?’ (CSIC-Catarata). El libro puede adquirirse tanto en librerías como en las páginas web de Editorial CSIC y Los Libros de la Catarata.
Fuente: CSIC